Heterotopía

texto del catálogo de la muestra Heterotopía de Gustavo Romano

por Belén Gache

El poema de Samuel Taylor Coleridge Kublai Khan, a vision in a dream (1797) tuvo su origen en una ensoñación producida por dos gramos de opio. Durante su sueño, Coleridge componía un poema sobre Xanadú, un palacio en el medio de un vasto territorio rodeado por una muralla. Allí había fértiles praderas, cristalinos arroyos y toda clase de pájaros y animales exóticos. El palacio había sido construido por Kublai Khan, nieto de Genghis Khan y líder del Imperio mongol, para celebrar las glorias de su reinado. Coleridge, que aun recordaba su poema al despertar, se apuró a escribir los versos soñados. Treinta años más tarde, fuentes persas hasta entonces desconocidas para occidente establecían que, al este de la ciudad de Shang Du, Kublai Khan había erigido un palacio según un proyecto concebido durante un sueño y conservado, al despertar, en su memoria. Así, en el siglo XIII un emperador mongol soñó un palacio que fue igualmente soñado por un poeta inglés, en el siglo XVIII. Esta anécdota ha llevado a especular sobre una posible de topología de los sueños. El mismo espacio donde se encuentra Xanadú, en la dimensión onírica, habría sido visitado tanto por el Khan como por Coleridge.
Dicha posibilidad nos lleva a reflexionar sobre el hecho de que habitamos un espacio que, lejos de ser homogéneo, se presenta múltiple y fragmentado. Habrá, entonces, diferentes espacios: están los de los sueños y las pasiones, pero también los espacios de la altura y los espacios subterráneos, los espacios fijos y los espacios móviles y que no pueden ser de ninguna manera fijados, los espacios del adentro y los del afuera, etcétera. Esta multiplicidad no deja de ser perturbadora. A partir de la misma, el natural hábito de ver las cosas de una sola manera se rompe y, al romperse, también lo hacen los órdenes y las jerarquías convencionales.
Tomemos, por ejemplo, a los espejos. Un espejo se presenta como una puerta que se abre hacia un espacio otro: el mundo del revés. Allí, las reglas se alteran y reformulan, creando una lógica diferente. En el espejo, la lógica de la identidad, la lógica del espacio y la lógica del tiempo aparecen por completo subvertidas e invertidas: 1 es igual a 2, la derecha es la izquierda, el pasado, al invertirse los relojes, es el futuro. El enfrentarnos con esta lógica otra, nos replanteamos acerca de la legitimidad del orden y la lógica del mundo que conocemos. El espejo aparece como punto de conexión o de pasaje entre dos espacios diferentes. También lo harán las ventanas, las puertas, los cajones, las cajas, que al permitir el acceso hacia otros espacios (del afuera, del adentro; del más acá, del más allá) y horadar el espacio único, se constituyen principalmente como un cuestionamiento a cerca de los límites.
Un espacio paradigmático a la hora de cuestionar límites será el espacio infinito. Lo vasto, lo inmenso, lo infinito carecen de todo límite y de toda medida. Inmensas son las magnitudes cósmicas pero igualmente inmensa es la interioridad de nuestra mente. Inmensas serán tanto la eternidad como la nada.
Los espacios aéreos, los acuáticos, el desierto se presentan igualmente como subversores de un espacio uniforme, cartesiano y mensurable. Este tipo de espacios son, además, habitados por formas en continua transformación.
Las nubes, por ejemplo, al igual que los globos y los vientos, son propias de los espacios de las alturas. Pero el hombre, acostumbrado a medir, cartografiar y nombrar, insiste en imponer un orden incluso a estas formas etéreas y móviles.
Si bien al comenzar el siglo XIX, los meteorólogos pensaban que las nubes eran demasiado cambiantes y efímeras como para poder ser clasificadas, en 1802
Luke Howard, un químico, farmacéutico y meteorólogo amateur inglés presentó en una reunión científica su ponencia “Sobre la modificación de las nubes”. En la misma, establecía posibles formas establecidas de nubes y daba nombre latino (al igual que lo había hecho Linneo con las plantas y los animales) a cada una de ellas. Dedicado durante años a observar el cielo desde la ventana de su laboratorio, realizando mediciones con su barómetro y su termómetro, llegó a la conclusión de que existían tres clases de nubes: Cumulus, Stratus y Cirrus. Inquieto por la informidad y lo ilimitado de estos espacios de las alturas, y por estas formaciones tan diferentes a las cosas que encontramos a nuestro alrededor, inamovibles y sólidas, además de nombrarlas, determinó que estas nubes, lejos de asociarse al azar, conformaban patrones combinatorios predecibles: los Cumulo-stratus, Cirro-cumulus y Cirro-stratus. El cielo, que hasta esos momentos se había presentado como un espacio informe e impreciso, estructuraba ahora su propio lenguaje.
Nombrando a las nubes, Howard no hacía sino evidenciar el afán de captura e inmovilización de una realidad que es siempre transitoria, inestable y precaria. Las categorías, los sistemas de medidas, las medidas de tiempo, las cartografías, la compartimentación de espacios actúan, de igual manera, como cajas que intentan retener e impedir que la realidad se nos escape. Sin embargo, lo único que consiguen poner en evidencia es la imposibilidad de lograrlo. Lo único que pueden retener es, en todos los casos, la pérdida de un mundo que se escapa detrás de las palabras.